Soplaba el viento, y las mil tonalidades del moho y el crepúsculo, los marrones y rojizos y los verdes pálidos cambiaban sin cesar en las alargadas hojas de los sauces. Espesas y rugosas, las raíces estaban cubiertas de un musgo verde a orillas de los arroyos, que fluían lentamente como el viento, demorados por suaves remolinos y falsos remansos, atascados en piedras y raíces, las ramas colgantes y hojarasca. No había ni un solo claro, ni un resquicio de luz traspasaba la espesura. Hojas y ramas, troncos y raíces —lo umbrío, lo complejo— invadían el viento, el agua, la luz del sol, el resplandor de las estrellas. Debajo de las ramas, alrededor de los troncos y sobre las raíces corrían senderos pequeños, ninguno en línea recta, todos se desviaban ante un mínimo obstáculo, tortuosos como nervios. El suelo no era seco y compacto sino húmedo y esponjoso, producto de la colaboración de los seres vivos y la lenta, la morosa muerte de las hojas y los árboles; y en aquel fértil cementerio crecían árboles de treinta metros de altura, y hongos diminutos que brotaban en círculos de un centímetro de diámetro. Había un olor en el aire, sutil, variado y dulzón.
El campo visual nunca era demasiado amplio, a menos que espiando a través del ramaje alguien alcanzara a divisar las estrellas. Nada era puro, seco, árido, llano. La Revelación no se conocía allí. Abarcarlo todo de una sola mirada era un imposible: ninguna certeza. Las tonalidades del moho y el crepúsculo seguían cambiando en las ramas colgantes de los sauces, y nadie hubiera podido decir si el color de las hojas era bermejo o verderrojizo, o verde.
Fragmento de la novela “El nombre del mundo es Bosque” de Ursula K. LeGuin